jueves, 24 de mayo de 2012

LA “PENA DE MUERTE” Y SU LECTURA CONSTITUCIONAL (Reflexiones permanentes sobre un debate inacabable)

Por: Luis R. Saénz Dávalos[1]

a). Planteamiento General del Problema.
La Constitución Peruana otorga un desarrollo especial al Derecho a la Vida[2]. Lo hace tanto desde el punto de vista de su reconocimiento y garantía, como desde aquellos otros aspectos que suelen resultarle contrapuestos. Estos últimos son en algunos casos, abordados directamente por su contenido, en otros, exigen más bien, una suerte de análisis ponderativo, según la naturaleza y particularidades de cada problema.
Una de las situaciones opuestas al derecho a la vida, que ha merecido una referencia o reconocimiento explícito a nivel de nuestra vigente Constitución de 1993, ha sido, sin lugar a dudas, la concerniente con la sanción capital o “pena de muerte” como tradicionalmente se le conoce, no obstante que a diferencia de anteriores cartas constitucionales que rigieron  nuestro vida republicana, en la presente y en cierto modo al hilo del antecedente inmediato de la carta de 1979, se le ha recogido de modo semi restrictivo, como veremos más adelante.
Dice el Artículo 140° de la Constitución que “La pena de muerte sólo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”.
Aunque parezca desde ya opinable, el reconocimiento de la citada figura en los términos aquí señalados, no ha estado sin embargo, carente de ciertos problemas interpretativos, porque si de lo que se trata es de precisar cuales son los alcances de su aplicación en nuestro ordenamiento, la respuesta creemos que esta bastante lejos de ser uniforme. Consideramos que además de existir la necesidad de un replanteo referido a la propia naturaleza que posee dicha medida sancionatoria (si la muerte como tal puede o no ser considerada una auténtica pena), o incluso un replanteo respecto de la legitimidad o no de los casos ya previstos constitucionalmente (delito de traición a la patria bajo el contexto de cualquier clase de guerra o delito de terrorismo) un problema por el que también se hace necesario transitar, pasa, aunque resulte paradójico afirmarlo (y aunque ello se contraponga con la previa enunciación del consabido régimen semirestrictivo) por el hecho de determinar hasta que punto de vista es constitucionalmente válido hablar de un tratamiento ampliatorio de la muerte como pena a la luz de lo que en su momento dispuso la carta de 1979 y lo que ahora, explícitamente señala, la norma fundamental de 1993.
Para poder comprender los alcances de todos y cada uno de estos tópicos, vayamos por partes.
b). Significado jurídico de “la pena de muerte”.
Pocos temas han sido tan ampliamente analizados y discutidos como sucede con el caso de la llamada pena de muerte[3]. En parte, ello tiene su razón de ser, en el hecho de que dicha figura no sólo es tan antigua como la historia, sino en la circunstancia, por algunos incontrovertible, de que con la misma se mantiene abierta una puerta de escape a las supuestas impotencias del Derecho frente a la criminalidad[4].
En cada ocasión en que las tendencias criminógenas se han visto acrecentadas o ciertos delitos se han vuelto frecuentes, la respuesta social ha optado por el fácil expediente de la sanción definitiva. Para muchos el tema sancionatorio, no representa una necesidad de búsqueda sobre las causas del delito y de interpretación sobre la conducta del delincuente. Simplemente se trata de un problema de reacción que mientras más rápido sea implementado, mucho mejor. En tal escenario la sanción capital representa una medida de enorme utilidad práctica, pues evita discusiones para muchos innecesarias. El criminal no merece otra cosa que un castigo radical que se vuelve mucho más legítimo mientras más grave sea la conducta en la que incurre.
A contrario sensu y para quienes consideran que la conducta criminal no es simplemente un problema de daños ocasionados, sino de causas provocadas, el argumento efectista no los convence. Cierto es que hay que sancionar, indiscutible es que hay que castigar, sin que por lo demás, se entienda por dichas medidas, una suerte de premiación promovida desde el Estado, pero una cosa es reprimir merecidamente una conducta delictiva y otra, totalmente distinta, institucionalizar la venganza como si de lo que se tratara es de una competencia “Estado versus Criminalidad”.
A decir de muchos, es esto último lo que ocurre con la “pena de muerte”. Más que un medio de corrección, aparece como un simple instrumento de reacción. En su esencia arrastra tras de si el clásico argumento del “ojo por ojo, diente por diente” sin importar, ni las causas que generan un comportamiento delictivo ni mucho menos, los mecanismos destinados a prevenir su generación.   
O estar a favor de la sanción capital, por su presunta eficacia practica, o estar en contra de ella, por sus efectos contraproducentes, han sido hasta hoy las caras contradictorias de una misma moneda que, pese a su antiguedad, se niega a ser sustituida. 
 Queda claro que planteados los argumentos de la manera descrita, el debate sobre la consabida “pena de muerte” va a seguir abierto[5], y ello va a ser así no porque sea imposible encararlo (y aún resolverlo) jurídicamente, sino porque siempre existirán quienes no quieran o  se resistan a la idea de que es posible resocializar a un individuo, no empero la gravedad o magnitud de los delitos en los que alguna vez incurrió.
Por lo que a nosotros respecta y muy al margen de la discusión sobre las conveniencias o inconveniencias de la sanción capital, creemos que un análisis jurídico en torno de la misma, no puede pasar por alto el tema de la naturaleza de toda medida, en principio, reputada como pena.
En efecto, si evidentemente y como sucede en nuestro ordenamiento, se califica a la “pena de muerte” como una particular  forma de pena, lo primero que cabe preguntarse es lo que aquella significa  y porque nos permitimos, si es que realmente existe legitimidad para hacerlo, otorgarle dicha nomenclatura.
Toda pena, como ha sido señalado, supone una sanción o castigo contra quien infringe un bien tutelado por la ley. Bajo dicha óptica el objetivo inmediato de toda pena es evidentemente y antes que nada sancionatorio o represivo[6].
Si bien no existe ordenamiento que no reconozca este efecto inmediato en toda pena, es sin embargo un hecho incontrovertible que tal orientación no excluye  en lo absoluto la posibilidad de reconocer fines distintos a los estrictamente sancionatorios. En efecto, el Derecho contemporáneo y particularmente el que arranca desde las vertientes liberales y humanistas instauradas con el constitucionalismo, hace buen rato dejó claramente establecido que la pena, dentro de un Estado, no puede tener únicamente como fines los eminentemente represivos[7]. Junto a estos y dentro de un panorama mediato, existen otros adicionales tanto o más importantes que aquellos y estos últimos tienen que ver, no con una concepción reaccional del Derecho, sino con un sentido más bien estimativo del mismo.
Dentro de dicha perspectiva, de suyo valorativa, la pena no es simplemente un castigo. Sino un instrumento que además de sancionar persigue, fundamentalmente, resocializar al penado[8]. Y si se trata de priorizar objetivos queda absolutamente claro, que lo esencial no es pues lo primero (lo inmediato) sino lo segundo (lo mediato). Prueba irrefutable de ello es que mientras el tema puramente sancionatorio es recogido por el Código Penal (norma de inferior jerarquía) el carácter resocializador de la pena es incorporado directamente por la Constitución (norma de mayor jerarquía).
Aplicado este mismo razonamiento a lo que se suele calificar como “pena de muerte”, salta a la vista que mientras con cualquier otra modalidad de pena, se cumple integralmente con todos los objetivos que le acompañan (por lo menos teóricamente), con aquella, lo considerado más importante o más relevante, esto es, el carácter resocializador, simplemente queda vedado[9]. Quien es condenado a la consabida “pena de muerte”, es simplemente castigado mas no así, resocializado.
Como tendremos oportunidad de apreciarlo posteriormente, esta incoherencia es tanto más evidente en aquellos sistemas jurídicos que, como el nuestro, se afilian a una orientación de corte personalista, donde la dignidad aparece como un valor incuestionablemente superior, que al Estado y a la sociedad corresponde promover.
Creemos por consiguiente que si se habla de un significado jurídico de la “pena de muerte”, este simplemente encierra una contradicción interna irresoluble. O es pena carente de objetivos mediatos (únicamente una sanción) o es simplemente la muerte disfrazada grotescamente de formula jurídica. Ante ello y como veremos luego, más que hablar de una pena, debería hablarse de una medida excepcional. Con esta última se podría estar o no de acuerdo, pero difícilmente convalidarla como una opción a título de pena.
c). La “pena de muerte” en el derecho comparado.
Si se tuviese que hacer un balance respecto de los Estados en los que hoy en día se aplica la pena de muerte, sea de forma total o parcial, decididamente la balanza se inclinaría en favor de la paulatina corriente abolicionista[10].
Al margen de que en el periodo de la postguerra se haya experimentado una fase de rebrote que podríamos calificar de reinstitucionalizadora e independientemente de que todavía existan diversos Estados que arrojan un alarmante índice de ejecuciones extrajudiciales[11], es un hecho incontrovertible que desde la perspectiva estrictamente jurídica, la tendencia observada marcha por el lado de un progresivo decrecimiento de dicha figura, sea porque se ha procedido a su prohibición absoluta (Alemania, Holanda, Austria, Dinamarca, Portugal, Suecia, Colombia, Panamá, Chile, etc.), sea porque su procedencia sólo se admite en hipótesis en estricto excepcionales (España, Italia, Suiza, Perú, etc.)
Esta tendencia incluso ha dejado de ser un problema reservado al ámbito estrictamente interno de los Estados, para pasar a configurarse como una de las banderas más emblemáticas del derecho internacional y particularmente, del derecho internacional de los Derechos Humanos[12], donde hasta ahora, sigue siendo la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, una fuente decisiva, en lo que respecta a los alcances interpretativos de las legislaciones de los Estados que han abolido la “pena de muerte” o de aquellos otros que, de modo restringido, aún la mantienen, conforme lo veremos especialmente por referencia al caso peruano.
Precisamente porque las cosas son del modo descrito, no deja de sorprender de que en nuestro país se venga alentando desde hace algún tiempo, una suerte de marcha en retroceso hacia posiciones que se creían desde hace mucho tiempo superadas. Y sorprende doblemente el comprobar el contraste entre la voluntad de adscribirse a lo previsto en grandes declaraciones y la inútil necesidad de promover posiciones mortícolas a sabiendas de la previsible nulidad de decisiones en tal sentido.
Aunque como veremos luego, las causas de este fenómeno puedan ser diversas, queda claro que quien quiera postular tal tipo de direccionamiento, en poco o nada ha de servirle el referente comparativo y ni siquiera el hecho de que quienes aún promueven dicha orientación lo hagan en muchos casos, con argumentos en extremo efectistas.
d). El régimen de la “Pena de Muerte” en la Constitución peruana.
Como decíamos al principio, el tema de la llamada “pena de muerte”, se presta a serias discusiones en el caso peruano. Conviene detenerse en las que consideramos principales.
d.1). La muerte como pena dentro de un sistema constitucional personalista. La implicancia de la dignidad humana.
Mas allá de la discusión de quienes comulgan con la aplicación de la sanción capital y aquellos otros que la niegan en cualquiera de sus formas, es un hecho bastante perceptible que en nuestro medio, resulta poco frecuente argumentar –pese a la importancia que tiene- acerca de la coherencia que puede o no implicar la supresión de la vida como una forma de pena, dentro de un sistema constitucional, que es –según lo recordamos al principio de este trabajo- eminentemente personalista.
En efecto, aunque es pacífico asumir que cualquier tipo o modalidad de pena tiene por objetivo inmediato el castigar a quien infringe los bienes o valores jurídicos tutelados por la ley, no suele ser muy común, por lo menos desde la perspectiva constitucional, orientar el análisis de las diversas sanciones en función de los principios de reeducación, rehabilitación y reincorporación del individuo a la sociedad, no obstante que, dentro de una perspectiva eminentemente resocializadora, aquellos constituyen los objetivos mediatos o ulteriores de semejantes medidas[13].
Esta falta de tratamiento o referencia adecuada no deja de preocupar, porque si de acuerdo a las más modernas orientaciones del Derecho, son esos objetivos mediatos o ulteriores, prioritarios en cuanto a importancia, creemos el tema de la pena no puede reducirse al aspecto puramente sancionatorio, sin que aquel no adolezca en demasía, de una insuficiencia en cuanto al enfoque y de una distorsión o incongruencia en cuanto a los principios con los que la Constitución debería ser interpretada.
Cuando el inciso 22) del Artículo 139°, de la Constitución, ha establecido que “...el régimen penitenciario, tiene por objeto la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad”, no cabe asumir tal aseveración como una suerte de proposición meramente programática. Tal premisa, evidentemente, no solo responde a la idea amplia o extensiva que, de las finalidades de una pena, tiene el derecho contemporáneo, sino que aquella se basa y concuerda plenamente con la concepción personalista de la norma fundamental y dentro de la misma, con el principio de dignidad que le es inherente.
Es en función de dicha orientación que se reconoce sobre la persona que ha delinquido la posibilidad de una resocialización como única oportunidad de reencontrarse consigo misma, en cuanto objetivo real de la sociedad y del Estado.
Tal vez mejor argumento que este último, no se pueda individualizar a los efectos de comprender la razón básica por la que la pena no es un simple castigo, sino una opción indiscutible de reconciliarse con los valores que una vez se transgredió.
Para un sistema constitucional donde la persona es lo fundamental y la dignidad un principio incuestionable, el penado, al margen de resultar legítimamente castigado, siempre será un ser humano con oportunidades, antes que un objeto de venganza o de absoluta indiferencia.
Dentro de esta misma lógica, puede perfectamente avisorarse, que si se habla de la supresión de la vida como una forma de pena, ello sería en no poca medida incongruente, desde que los objetivos prioritarios de la pena son, como hemos visto, totalmente distintos e incompatibles con la muerte. La cercenación de la vida, no debe olvidarse, elimina por completo cualquier posibilidad ulterior de reencuentro del individuo con sus valores y, lejos de ello, solo es una muestra de que el castigo, cuando no la venganza institucionalizada, pretende anteponerse como amenaza latente que rompe o burla los esquemas de un modelo en teoría resocializador.
Ante tal constatación, cabría preguntarse, si en nuestros días conviene seguir hablando, por lo menos gramaticalmente, de una “pena de muerte” cuando la pena como se ha dicho, no tiene nada que ver o es incompatible con la muerte misma.
Una respuesta o alternativa aproximativa sería entonces la de proscribir jurídicamente la terminología, reservando únicamente la idea extrema de su procedencia, para el supuesto, de suyo excepcional, que la Constitución permite y por consecuencia de aquello, hablar con más propiedad de una “medida excepcional de supresión de la vida”, antes que de una verdadera o auténtica pena o medida sancionatoria. 
d.2). Del régimen de la Constitución peruana de 1979 al régimen de la Constitución de 1993. ¿Un caso de contradicción constitucional?[14]
Al igual como ocurre con la Constitución vigente, el tema de la sanción capital también fue materia de tratamiento por la Carta predecesora. Ello no obstante es un hecho inobjetable que si la Constitución Política de 1979 estableció en su Artículo 235° que la “pena de muerte” solo era procedente en el caso de delito de traición a la patria cometido durante la secuela de una guerra exterior, y el Artículo 140° de la vigente Constitución de 1993, dispuso que los alcances de la “pena de muerte” pueden estar referidos tanto al delito de traición a la patria cometido en caso de guerra (en general), como al delito de terrorismo (en cualquier circunstancia), ha habido, por lo menos objetiva o formalmente, una ampliación del tratamiento jurídico constitucional de dicha medida sancionatoria y hemos pasado de un régimen propiamente restrictivo a uno que podríamos identificar como “semirestrictivo”.
Sin embargo, muy al margen del cambio operado, como se ha dicho, indiscutiblemente real observado desde la óptica estrictamente normativa, es un hecho igual de irrefutable que vistas las cosas desde el panorama de la praxis jurídica o realidad constitucional, las cosas, no parecen resultar en estricto determinantes
En efecto, problema capital que desde sus inicios quedó sin solución alguna y que al parecer, sigue resultando latente si de consecuencias se trata, es que al producirse la variación en el tratamiento regulativo de la referida medida sancionatoria, se  dejo de lado que el consabido régimen jurídico, por lo menos en este específico tema, no podía en su momento ser materia de cambio o variación alguna. Salvo que se cumpliera con el procedimiento preestablecido por la antigua carta, (hipótesis que por cierto y por razones perfectamente conocidas no sucedió[15]) la posibilidad de modificarla en el extremo concerniente con la “pena de muerte”, se encontraba definitivamente vedada o francamente proscrita.     
Si bien la Constitución de 1979 reconocía el tratamiento de la “pena de muerte” específicamente en su Artículo 235° y era evidente que, por lo menos para efectos internos, cualquier conclusión respecto de los alcances de dicho dispositivo, había que buscarlo preferentemente o antes que nada a la luz de su contenido como el de otros Artículos concordantes como el 1° y 2° inciso 1), concernientes con la finalidad del Estado y la sociedad así como con el derecho a la vida; para efectos externos y tomando en consideración que el Artículo 105° de nuestra carta precedente, había reconocido inobjetablemente rango constitucional a los instrumentos internacionales relativos a derechos humanos suscritos por nuestro país, era igualmente notorio que cualquier posibilidad de variación en la materia referida, por el sólo hecho de estar relacionada con el derecho a la vida, exigía un enfoque desde la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos[16].
A tales efectos y partiendo del hecho elemental que la Convención Americana de Derechos Humanos (justamente una de las normas internacionales de rango constitucional) había establecido en su Artículo 4.2 que cuando se trate de los países que no han abolido la pena de muerte (el Perú, no la había abolido de modo total) “Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente” e incluso en su Artículo 4.3, que “No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido” (lo que podría interpretarse como referido a casi todos los delitos previstos en nuestro ordenamiento interno); el camino regular a seguir, si de lo que se trataba era de ampliar el régimen aplicativo de la sanción capital por parte de nuestro Estado, pasaba obligatoriamente por la denuncia del respectivo instrumento internacional (Artículo 78° de la Convención), lo que por cierto no aconteció en momento alguno, como tampoco y dicho sea de paso, acontece hasta nuestros días[17].
Bien es cierto que la argumentación a la que suele apelarse en aras de justificar la omisión en los procedimientos respecto de la decisión de ampliar los alcances de la “pena de muerte”, toma como referencia directa la voluntad del pueblo expresada en la nueva Constitución del año 1993. Sin embargo el que ello haya operado de tal modo no supone para nada que el tema de juridicidad específicamente de dicha medida haya quedado saldado. Muy por el contrario, somos de la opinión que el Estado no sólo no podía eludir la obligación internacional a la que se comprometió con dicho instrumento sino que al otorgarle motuo propio la consabida jerarquía constitucional estaba condicionando cualquier posibilidad ulterior de variación regulativa dentro de una idea similar o francamente idéntica, a la que ocurre con las llamadas, cláusulas pétreas o inmodificables[18] (las ideas manejadas en los anteriormente citados Artículos 4.2 y 4.3 de la Convención Americana de Derechos Humanos, son en este mismo sentido, determinantes).
Ahora bien, vistas las cosas ya no desde la óptica de la Carta de 1979, sino desde la perspectiva que nos ofrece la Constitución de 1993, existe, muy a pesar de la conclusión inmediata o anticipada que aquí se ha consignado, una situación en la que muy poco se ha reparado y que aunque resulte paradójico, analizada con algún detenimiento podría llevarnos bastante lejos de la anunciada tésis semirestrictiva en torno de la “pena de muerte”, e incluso, acercarnos decisivamente al temperamento restrictivo manejado por la carta precedente.
Digamos de una vez, que si bien la ampliación en el tratamiento de la sanción capital, es lo que aparece de primera intención, al mismo tiempo pareciera que a raíz de ciertos aspectos de la misma Constitución, no se hubiese cerrado la idea de proscripción extensiva de la “pena de muerte” y no obstante con lenguaje distinto, existiera, como se ha indicado, una suerte de temperamento similar al de la carta de 1979. Que esto naturalmente podría tomarse como contradictorio, es natural, desde que hemos reconocido que objetivamente se ha admitido la ampliación en el tratamiento aplicativo de la “pena de muerte”, sin embargo, si nos adentramos al análisis integral de la norma concerniente con el tema como de alguna otra, (habida cuenta que se trata de extraer conclusiones sobre la base de una interpretación sistemática ), podremos en alguna forma corroborar lo antes señalado.
En efecto, aunque nadie discute que conforme al Artículo 140° de la nueva Constitución se afirma textualmente que “La pena de muerte sólo puede aplicarse por delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo....”, con igual lógica, tampoco se puede ni se debe discutir que dicha aplicación opera “...conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”.
Conviene preguntarse entonces ¿cuáles son esas leyes y esos tratados de los que el Perú es parte obligada? Pues sin duda son bastantes, pero que sepamos, el tema de la “pena de muerte” ha sido abordado directamente y de modo central por la ya citada Convención Americana de Derechos Humanos y dicho instrumento internacional, del que nuestro país es parte obligada, no desde 1993, sino desde 1978 (recordemos incluso, que la carta de 1979, volvió a ratificar el citado instrumento en su Disposición General y Transitoria Décimo Sexta), proscribió, como ya se ha dicho, la posibilidad de ampliar los alcances de la sanción que nos ocupa.
Bajo dicha lógica ¿es admisible que nuestro país, proclame la ampliación de la “pena de muerte” –porque sin duda es una ampliación en relación con la Carta precedente- y al mismo tiempo sostenga que la aplicación de la misma opera de acuerdo con los tratados de los que forma parte como Estado, cuando justamente aquellos dicen todo contrario de lo que se pretende proclamar? ¿No es acaso contradictorio que se condicione la procedencia de una medida a lo que disponen instrumentos internacionales, precisamente, cuando estos niegan de antemano los alcances de esa medida?
Pues si admitimos el aparente absurdo en el que nos ha colocado la nueva Carta, tendríamos que buscar a renglón seguido una formula jurídica destinada a superarlo. Una primera solución podría ser la técnica de prelación entre normas constitucionales, que supone asumir que cierta parte del precepto comprometido es constitucional y que la otra no lo es, con lo cual nos encontraríamos ante el caso de una norma constitucional parcialmente inconstitucional[19] y una segunda, quizás la más directa (y también menos conflictiva) que supondría aplicar la misma técnica interpretativa que la Constitución impone para casos relativos a derechos y que en la comentada hipótesis, por el hecho de estar referida al derecho a la vida y a sus eventuales restricciones, obligaría a asumir de modo excluyente el criterio de la Convención Americana de Derechos Humanos en aplicación estricta de la Cuarta Disposición Final y Transitoria de nuestra vigente Constitución y según la cual “Las normas relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por el Perú”.
Poco importaría en tal circunstancia, el que la misma carta fundamental haya otorgado rango legal a los instrumentos internacionales[20] y entre ellos, a la Convención, pues si por mandato de sus propias cláusulas el contenido esencial de cada derecho o libertad ha de sustentarse en la pauta directriz señalada por el derecho internacional de los derechos humanos, es inobjetable que la aplicación de la “pena de muerte” para casos distintos a los que en su día previó la Constitución del año 1979, sería poco menos que un simple enunciado.
Esta conclusión, que no necesariamente puede ser compartida por muchos, parece sin embargo consolidarse en nuestra propia realidad, pues si hasta la fecha no se ha venido aplicando la sanción capital en nuestro medio, no empero permitirlo la nueva carta, ello tiene que responder a alguna razón especial, sobre la que se hace legitimo el pronunciarse, claro esta muy al margen de que quiera o no reconocerse tal aseveración por parte del Estado. 
d.3). Interpretación de los casos de procedencia de la “pena de muerte” en la nueva Constitución.
Como se ha señalado con anterioridad, desde el punto de vista estrictamente formal, son dos los casos, en los que el Artículo 140° de nuestra Constitución se coloca a los efectos de individualizar la procedencia de la sanción supresora de la vida.
Esta norma determina de modo taxativo que “La pena de muerte sólo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo...”
La regla general es pues implícita y tiene un inexcusable sesgo prohibitivo. La frase “La pena de muerte sólo puede aplicarse”, indica limitación, abstención frente a las excepciones que a continuación se indican. Estas a su vez se refieren a dos supuestos perfectamente diferenciables. Por un lado “el delito de traición a la patria en caso de guerra”, y por el otro, “el de terrorismo”. Mientras que en el caso del primer tipo de delito se describe el contexto necesario dentro del que aquel se produce, en el segundo tipo de delito, en cambio, se prescinde de referencia explícita a la situación dentro de la que dicha conducta necesariamente acontece.
Precisados los elementos que se desprenden de la citada norma, necesario resulta, a renglón seguido, delimitar los ingredientes conceptuales que posee cada uno.
Al margen de que con la “pena de muerte” exista una controversia de concepción, según lo que se ha visto anteriormente, se puede sin embargo, desde el punto de vista estrictamente positivo,  coincidir en una preliminar aproximación. Se trata, en puridad, de una medida tradicionalmente entendida como castigo extremo al que apela el Estado y que limita en absoluto el derecho a la vida de aquellas personas sobre quienes se aplica. Esta, por otra parte, es una elemental idea con la que todo interprete puede coincidir por su simpleza y que por lo mismo no ofrece discusiones, desde que no se esta valorando si es justa o no, sino simplemente describiendo el modo como se le asume desde el ángulo formal.
No ocurre lo mismo, y hay que recalcarlo, con las ideas de “traición a la patria” y de “guerra”, por un lado y de “terrorismo”, por otro, habida cuenta que, por sus propios alcances, aquellas bien pueden prestarse, como de hecho a ocurrido en la realidad, a ciertas desviaciones conceptuales, cuando quien se supone deben interpretarlas o desarrollarlas con responsabilidad, no asume su rol dentro de parámetros mínimamente lógicos o sensatamente razonables[21].
La noción de traición a la patria, sin duda, implica la presencia de una conducta grave, cuyo resultado dañoso repercute sobre la integridad, seguridad o existencia de la República. Al menos eso es lo que puede deducirse de una lectura integral de los Artículos 66° y 67° del Código de Justicia Militar Policial (Decreto Legislativo N° 961) que son, a estos efectos, la principal fuente de referencia, por ser el fuero castrense el encargado de reprimir la comisión de éste tipo de delito[22].
Sin embargo, si por suponer un conjunto de variables, dicha conducta va a interpretarse con discrecionalidad absoluta, y por ende, el legislador va a consignar como delito de traición a la patria, comportamientos que nada tienen que ver con el daño directo o indirecto a la integridad, seguridad o existencia de la República, se estaría incurriendo en una manifiesta arbitrariedad normativa cuando no, en una solapada burla del texto constitucional. No pues por genérico, tal enunciado va a dejar en libertad irrestricta al legislador. Siempre existe, en cualquier circunstancia, un elemento de  sentido común o razonabilidad, como condicionante de la potestad legislativa y reglamentaria[23]. En tal sentido, que un acto de tomar las armas contra la República o de someter la misma a alguna soberanía extranjera, sea considerado delito de traición a la patria, no nos parece –ni es desde luego- inválido, pero que pueda ser considerado semejante delito, ofender a una autoridad castrense, o peor aún, discrepar ideológicamente con quienes gobiernan, si sería, de darse el caso, una evidente aberración.
El concepto de guerra, no deja de ser igualmente problemático[24]. Aunque normalmente debería ser entendido como un conflicto de naturaleza externa, donde existe una agresión de un Estado contra otro, y donde por consiguiente, se exigiría la presencia de un ejército con iguales (o similares) condiciones bélicas al del Estado agredido[25], sin embargo, al no haberse efectuado ningún tipo de precisión respecto de sus alcances, bien podría dar cabida no solo a la posibilidad de que se le pueda entender como conflicto con incidencias en estricto internas, sino a que por el mismo puedan asumirse todo tipo de variables, sin ningún estandar mínimo de intensidad.
El problema se complica en la medida en que el propio Código de Justicia Militar que actualmente nos rige, habilita hasta tres posibilidades interpretativas en relación a los contextos en los que se puede cometer el delito de traición a la patria. En una primera se habla de “conflicto armado internacional” (primer párrafo del Artículo 66°), en una segunda se habla de “guerra exterior” (último párrafo del Artículo 66°) y en una tercera de supuestos en los “que no exista guerra exterior ni conflicto armado internacional” (Artículo 67°)[26].
Aunque a la luz de dichos dispositivos  pareciera optarse por una formula en la que sólo específicas figuras del delito traición a la patria, podrían ser la que en determinados contextos de conflicto, habilitarían la sanción capital, resulta evidente que tales premisas, en rigor, nacidas de la ley, podrían verse en cualquier momento trastocadas si por vía de una simple reforma legislativa, se legitimara la sanción capital de una forma, digamos mucho más omnicomprensiva   
A pesar de tan defectuosa redacción, somos de la opinión que aunque la Constitución no define lo que es una guerra, ni los alcances de la misma, el sentido común impone que por tal nomenclatura, sólo puedan resultar permisivas aquellas situaciones en las que quien agrede, puede, por su naturaleza, comprometer la existencia del país que resulta agredido. Admitir otra cosa, podría llevar al absurdo de concebir una guerra, donde solo existe comportamiento unilateral de personas, sin ningún referente mínimo de peligrosidad[27].
Conviene agregar, dentro de este primer supuesto constitucional, que así como las ideas de traición a la patria y de guerra, deben ser interpretadas dentro de parámetros mínimamente razonables, tampoco debe omitirse la idea de tipicidad impregnada en el precepto examinado.
Al margen de que la conducta descrita tenga un evidente rango constitucional, queda claro que por su contenido, también pertenece al derecho penal, en la medida que califica un delito y reconoce una sanción respecto de quienes en aquel incurran[28]. Por consiguiente, si de lo que se trata es de interpretarla, no cabe ni consideraciones sesgadas ni mucho menos analógicas deducciones.
Esta constatación llevaría a desestimar por inconstitucionales las ideas según las cuales, sería legítimo aplicar la “pena de muerte” sobre quienes, pese a ser traidores a la patria, no cometan esos delitos durante la secuela de una guerra, de igual manera que a descalificar por semejante causa, una pretensión supresora de la vida a propósito de un conflicto verdadero, en el que se hallan cometido infracciones de diversa índole, pero no precisamente, vinculadas con las conductas típicas de traición a la patria[29].
El segundo supuesto de procedencia de la “pena de muerte” es, como ya se adelanto, el de terrorismo. Al margen de que, aquel haya quedado invalidado a la luz de lo dispuesto por la Convención Americana de Derechos Humanos (lo mismo puede decirse del tema de la guerra, como concepto absolutamente genérico), resulta evidente que desde el punto de vista estrictamente formal, aquél tampoco puede suponer, una concepción aperturista donde por tal conducta se asimilen todo tipo de variables delictivas.
Es evidente que aunque otra cosa nos haya venido diciendo la realidad (sobre todo la vivida en las décadas de los años 80 y 90), el terrorismo es una figura que desde el punto de vista de su caracterización, resulta harto compleja de determinar. Sin embargo, aún asumiendo como un hecho lo complicado de tales problemas, ello no legitima, el que por tal calificativo pueda entenderse conductas que nada tengan que ver con una conducta de tal magnitud. Los delitos en otras palabras pueden ser muchos, como  diversos pueden ser los que puedan considerarse mas graves. Mas de dicha lectura no se sigue, que lo grave sea sinónimo de terrorismo como parecen creerlo algunos legisladores.
En nuestra opinión, resulta pues totalmente inconstitucional, que por terrorismo se asimile comportamientos como el secuestro por bandas comunes, o los delitos de homicidio calificado practicados con armas de guerra, como ocurrió hace unos pocos años atrás[30]. Que dichas figuras delictivas, resultan graves, no cabe la menor duda, como no cabe duda que severa debe ser la sanción a aplicarse bajo tales circunstancias, pero que so pretexto de habilitar una calificación como la comentada, se les incorpore a una legislación antiterrorista es algo que carece de todo sentido común y por lo mismo, del consabido sustento constitucional. 
d.4). Ponderación de las hipótesis habilitantes de la “pena de muerte”.
Precisado el sentido correcto con el que entendemos debe interpretarse los alcances del Artículo 140° del texto fundamental, cabe pronunciarse en torno de la ponderación que podría practicarse respecto de los supuestos habilitantes de la sanción supresora de la vida.
Una lectura rápida del precepto en cuestión podría llevar a la consideración de que tal y cual se encuentra redactado, podría entrar en una aparente controversia con el Artículo 1° de la norma fundamental que, como es sabido, considera a la defensa de la persona humana así como al respeto de su dignidad, como el fin supremo de la sociedad y del Estado (incluso con el Artículo, 2° inciso 1 que, como se sabe, reconoce el derecho a la vida[31]). Podría señalarse que un dispositivo con tales contenidos, convertiría necesariamente al condenado a la sanción capital en un medio o instrumento, tras la idea de que su extirpación del mundo se legitimaría, tanto para evitar como para reprimir ya sea a quienes traicionan al Estado durante el curso de una guerra, o a quienes incurren en un delito tan grave y repudiable como el terrorismo.
Frente a tan inmediata aseveración, se hace necesario puntualizar que, la única forma de determinar si existe o no una hipotética incongruencia constitucional, pasa necesariamente por examinar, caso por caso, la orientación de los principios valores constitucionales eventualmente comprometidos.
En dicho contexto, lo primero que habría que precisar es que al incorporarse la llamada pena de muerte en nuestro ordenamiento no se esta asumiendo para nada una figura que pueda reputarse como ordinaria. Se trata, según se ha señalado precedentemente, de una opción absolutamente excepcional, no solo frente al objetivo fundamental que persigue el Estado y su sociedad, sino frente al mas importante de todos los derechos que es la vida.
Hay que reparar sin embargo, que cuando la Constitución reconoce como finalidad del Estado y su sociedad la consabida protección a la persona y el respeto de su dignidad, lo hace sobre el supuesto de la existencia del propio sistema que diseña, no sobre la idea de que al mismo se le amenace o peor aún, se le destruya.
Por lo mismo, si como consecuencia de la voluntad de un individuo –concretamente la de aquel que aparece como traidor a la patria durante una guerra o la de quien comete delito de terrorismo- pudiera ponerse en peligro no solo la existencia del Estado sino (y fundamentalmente) la existencia de las personas que integran la sociedad y no se diera una fórmula que evitara semejante peligro, la Constitución en el fondo, podría contener la destrucción del mismo sistema y la orientación finalista que de antemano propone.
Creemos que entre la fórmula, en extremo idealista, de garantizar la vida de quien no tiene ningún interés en la suya propia ni menos en la de millones de personas que integran su sociedad, como tampoco en la existencia de su propio Estado, y aquella otra fórmula que recoge la norma fundamental, la más razonable o justa, por lo menos en el supuesto del delito de traición a la patria,  es precisamente la última. No vemos razón válida por la que el Estado tenga que subordinar la balanza a favor de quien no esta de acuerdo con que se le considere como un fin por su condición de persona, dejando en cambio abierto un peligro latente, sobre aquellos otros que integrando la sociedad, aspiran a ser considerados efectivamente como objetivos o finalidades a propósito de los cuales se estructura todo el sistema constitucional.
Más allá de convicciones patrióticas que son en alguna forma. las que inspiraron la redacción de éste Artículo 140°, creemos pues que la justicia, impone preferir la defensa de millones de vidas, frente a la defensa de una sola, que pretende desconocer la que corresponde a los integrantes de su sociedad. Por consiguiente, nos ratificamos en que la sanción supresora de la vida, en éstos casos, por demás extremos, aparece como legítima.
Queda claro, sin embargo, que este enjuiciamiento se hace sobre la base del contenido formal de la Constitución, pues una vez más reiteramos, que conforme lo dispone la Convención Americana de Derechos Humanos, el tema jurídicamente tiene una sola respuesta: Solo cabe la “pena de muerte” por delito de traición a la patria cometido durante la secuela de una guerra exterior. No así, en definitiva, en supuestos distintos a los estrictamente señalados.
e). Los recientes intentos de “aplicar” la “pena de muerte” para casos de terrorismo y de ampliarla para los casos de violación de menores.
En la medida en que el debate sobre la procedencia de la “pena de muerte” es regenerativo, en cada época que ciertos delitos graves se vuelven frecuentes, no es extraño que se haya planteado desde ciertos escenarios (en su mayoría políticos) la posibilidad de su “aplicación” para casos de terrorismo o de su ampliación para casos de atentados sexuales contra menores de edad.
Acorde con lo que aquí se ha expuesto, somos del criterio que en uno y otro supuesto, estaríamos hablando de ampliaciones en el régimen de la citada sanción y por ende de situaciones inobjetablemente inconstitucionales.
Mas allá de tal enjuiciamiento, convendría sin embargo y muy brevemente, detenerse en el análisis de los riesgos potenciales que tras la postulación de tales propuestas se esconden. Aunque el enfoque de los mismos, no necesariamente tiene que ver con aspectos constitucionales, podría sin embargo, desde ciertos ángulos de reflexión, incidir sobre algunos tópicos que si son propios de la norma fundamental.
Queda claro para empezar, que cuando se postula la aplicación de la “pena de muerte” como una medida de represión de delitos graves, se omite considerar que la alternativa sancionadora resulta insuficiente si no va acompañada de fórmulas destinadas a prevenir la criminalidad. Pensar como piensan algunos, que porque la “pena de muerte” se aplica, va acabarse de raíz con el terrorismo o con los violadores, es caer en una absoluta ingenuidad.
No existe en ninguna parte donde de haya instituido, referente alguno que permita acreditar que los delitos han desaparecido o siquiera, que se han disminuido, por el hecho de aplicarse la sanción capital. Lo que si existe y por desgracia es una cada vez más creciente presencia de errores judiciales provocados por la presión y el atolondramiento que genera una opinión pública necrológicamente incentivada por el fanatismo pasionista.
En épocas en las que enceguecimiento se convierte en regla y el raciocinio en excepción, los estrados judiciales, antes que escenarios de Justicia, se transforman en campos de delirio donde la arbitrariedad gobierna, cuando la condena es casi un hecho desde que se inicia el proceso. Como dirían algunos, no caben dudas ni murmuraciones cuando el colectivo social se pronuncio tras el sólo y único expediente de la imputación grave. Como la atrocidad de los delitos es palpable, la “pena de muerte” es sólo cuestión de reacción y por supuesto de un tiempo que si se dilata, antes que un respiro para la reflexión, es motivo de rechazo y de acrecentamiento del deseo mortícola.
Pero no sólo se trata del riesgo inevitable que provocan los errores judiciales, evidentemente insubsanables en el caso de la “pena de muerte”, se trata también de reparar en la mente del delincuente, fanática en el caso del terrorista verdadero, distorsionada y enferma en el caso del violador.
Para nadie es un secreto que aplicar la sanción capital sobre un terrorista en potencia, es casi como otorgarle un escapulario, un premio honorífico a su trayectoria. Mas que un castigo por las atrocidades cometidas es percibido como la cúspide indiscutible con la que éste aspira terminar su sangrienta carrera.
Si lo que se quiere es frenar el fanatismo con un mecanismo igual de fanático, mucho tememos que la sanción capital, antes que un antídoto, termine convirtiéndose en parte de la enfermedad. El fuego no se combate con fuego ni aquí ni en ninguna parte, como todavía y lamentablemente parecen creerlo algunos. Si desde ahora no lo aprendemos, nos costará mucho y por desgracia a total destiempo, el asimilarlo.
Aunque el contexto es diferente en el caso del violador, entendemos que la fórmula mortícola es igual de equivocada. La “pena de muerte” no sólo no va a reparar absolutamente nada, sino que va a contribuir a acrecentar los odios y resentimientos. Ni la más cruel de las sanciones, por mas desfogadora que parezca, va a devolver la vida y la dignidad de una niña o niño cruelmente ultrajados[32].
Si frente al terrorismo el repudio social y la correlativa desesperación por hacer Justicia resultan acrecentados, el panorama se vuelve, mucho más radical en el caso del presunto violador. Ni el más contundente de los alegatos será elemento suficiente, si la sed de encontrar un culpable, por anticipado, no se ha visto satisfecha.
En un escenario como el descrito, poco es lo que ha de esperarse de una Justicia como la nuestra, tan propensa e inveteradamente acostumbrada a las presiones de toda índole. Bastara con que la prensa involucre a una persona de un delito tan horrendo, para que su titulo de “moustruo”, automaticamente ganado, termine siendo refrendado frente al patíbulo.
¿Que hacer frente a estas hipotéticas realidades?
Pues sin que se opte por una fórmula que sustituya la represión por la indiferencia, somos de la idea que el Estado, sin que tenga por que aferrarse a la perspectiva mortícola, debe fortalecer los mecanismos sancionatorios al máximo, proscribiendo beneficios para quienes por la naturaleza de sus delitos, no lo merezcan.
No se trata por consiguiente de que tras prescindirse de la muerte como pena, el delincuente terrorista o el despreciable violador vayan a resultar favorecidos. En absoluto. Si algo les espera a tan repulsivos sujetos, es una condena inobjetable, severa por sus efectos y aleccionadora por su extensión.
Pero la elección es esa. Un castigo contundente y real para quienes se lo merezcan como fórmula de compensación verdadera por el daño que inflingieron, pero también la garantía que, desde el Estado, se les dará la oportunidad, si aún se puede, de resocializarse, como demostración de que la Justicia y el ser humano están por encima de los desvaríos criminales.
Lima, Marzo del 2007.     


[1]     Profesor de Derecho Constitucional en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor de Derecho Constitucional y Derecho Procesal Constitucional en la Academia de la Magistratura. Asesor Jurisdiccional del Tribunal Constitucional.
[2]     Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “Tratamiento Constitucional de la Vida”; en El Jurista. Revista Peruana de Derecho; Año II; N° 9-10; Lima 1993; págs. 143 y ss.
[3]     Sobre el tema existe bibliografía abundante, no siempre y como es obvio suponer, desde la perspectiva estrictamente constitucional. Cfr. M. Barbero Santos; I. Berdrugo; A. Berinstain.- La Pena de Muerte. 6 Respuestas; Madrid 1978.- Marino Barbero Santos.- Pena de Muerte (El Ocaso de un Mito); Ediciones Depalma; Buenos Aires 1985; Ed. Bosch; Barcelona 1980.- N. Blazquez Fernández; Estado de Derecho y Pena de Muerte; Ed. Noticias; Madrid 1989.- Ana Salado Osuna.- La Pena de Muerte en Derecho Internacional: Una excepción al derecho a la vida; Ed. Tecnos S.A.; Madrid 1999. En nuestro medio puede consultarse: Pedro Alvarez Ganoza.- Origen y trayectoria de la aplicación de la pena de muerte en la Historia del Derecho Peruano. Epoca Republicana 1821-1937 y algunos antecedentes coloniales; Ed. Dorhca; Lima 1974.- José Hurtado Pozo.- “Pena de Muerte y Política Criminal en el Perú”; en AA.VV; La Nueva Constitución y el Derecho Penal; Págs. 99-134.- Grupo Nacional Peruano. Asociación Internacional de Derecho Penal; Lima 1980.- Diego García Sayán.- “El Derecho a la vida y la pena de muerte”; en Socialismo y Participación”; N° 23; Lima 1983; Págs. 77-84; Cesar Azabache.- “Sobre la Pena de Muerte”; en La Constitución de 1993. Análisis y Comentarios; Serie: Lecturas sobre Temas Constitucionales N° 10; Comisión Andina de Juristas; Lima 1994; Págs. 67 y ss .
[4]     Aunque argumentaciones como las esbozadas suelen utilizarse como justificativo de ciertas tendencias mortícolas, la historia no suele ser un buen referente si de lo que se trata es de legitimar todo tipo de instituciones. Muchas de ellas han caído con el paso de los años (la esclavitud por ejemplo) y otras tantas se aprestan a seguir un camino semejante. Raciocinio similar puede aplicarse en torno a las presuntas insuficiencias del Derecho. Nadie duda de que sean una verdad incontrastable en muchos casos, pero de allí a desconocer el efecto que el manejo instrumental del Derecho proporciona en pro de la Justicia y el resto de valores jurídicos, hay una distancia demasiado grande que hoy nadie se atrevería a ignorar.
[5]     Cfr. AA.VV.- La Pena de Muerte. Un enfoque Pluridisciplinario (Memoria del Coloquio Internacional); Comisión Nacional de Derechos Humanos-Instituto de Investigaciones Jurídicas; México 1993; págs. 5 y ss.
[6]     Cfr. Francisco Javier Alvarez García.- Consideraciones sobre los fines de la pena en el Ordenamiento Constitucional Español; Editorial Comares; Granada 2001; págs. 87 y ss.
[7]     Cfr. Borja Mapelli Caffarena.- “El sistema penitenciario, los derechos humanos y la jurisprudencia constitucional”; en I. Rivera (Coordinador); Tratamiento penitenciario y derechos fundamentales; J.M. Bosch Editor S.A.; Barcelona 1994; págs. 19-20.
[8]     Cfr. .- Marina Arnau Olivé & Anna Sabaté Sales.- “Del suplicio a la reeducación: La finalidad resocializadora de la pena”; en I. Rivera (Coordinador); Tratamiento penitenciario y derechos fundamentales; J.M. Bosch Editor S.A.; Barcelona 1994; págs. 211 y ss.
[9]     Cfr. Carlos Enrique Melgar.- “La Pena de Muerte: O es pena o es muerte”; en El Fiscal. Organo del Ministerio Público; Año 2; N° 11; Lima, Agosto-Setiembre de 1986; Págs. 16-20.
[10]    Cfr. Marino Barbero Santos.- Pena de Muerte (El ocaso de un mito); págs. 159 y ss.
[11]    Cfr. Manuel Lopez Rey.- Criminalidad  y abuso de Poder; Ed. Tecnos S.A.; Madrid 1983; págs. 85 y ss.
[12]    Cfr. Ana Salado Osuna.- La Pena de Muerte en Derecho Internacional: Una excepción al derecho a la vida; págs. 55 y ss.
[13]    No compartimos en este específico aspecto la observación del profesor Enrique Bernales Ballesteros para quien habría diferencia entre finalidades de la pena y finalidades del régimen penitenciario (Cfr. La Constitución de 1993. Análisis Comparado; págs. 663-664). A nuestro juicio, el régimen penitenciario existe porque hay penas, no pudiendo afirmarse que mientras aquellas van por un lado, este marcha por otro. Son en todo caso las concepciones tradicionalmente represivas las que no quieren ver en la pena otra cosa que no sea un castigo como reacción del Estado frente a los delitos y a quienes los cometen.
[14]    Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “De los alcances restrictivos de la pena de muerte en la Constitución de 1979 a los alcances semirestrictivos de dicha medida sancionatoria en la Constitución de 1993 ¿Contradicciones a superar?”; en Revista Jurídica del Perú; Año LI; N° 19; Trujillo, Febrero del 2001; Págs. I y ss.
[15]    Como bien se recordará, el 5 de Abril de 1992, el Presidente Alberto Fujimori Fujimori , tomó una serie de decisiones que implicaron el apartamiento de hecho o de facto del orden constitucional inaugurado con la Carta Constitucional del año 1979 y la instauración, primero, de un Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional y, posteriormente, de un nuevo gobierno constitucional, tras la aprobación de la Carta Política de 1993.
[16]    Cabe recordar que poco antes de someterse a referendum el texto constitucional de 1993, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos formuló a iniciativa propia y ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos una consulta respecto de los efectos jurídicos que a nivel internacional pudiese tener la aprobación por un Estado de una ley que violase manifiestamente las obligaciones que el Estado contrajo al ratificar la Convención e incluso respecto de las responsabilidades de los funcionarios o agentes al dar cumplimiento a leyes de la naturaleza señalada. El tema de fondo, por cierto, era justamente el concerniente con la pena de muerte, no obstante lo cual, la propia Corte optaría por enfocar la solicitud no desde una perspectiva directa o específica (esto es, como referida a la pena de muerte en particular) sino desde el plano abstracto o general (como referido a cualquier tipo de caso) y dentro del cual dejo claramente señalado que la expedición de leyes contrarias a las obligaciones asumidas por el Estado al adherirse o ratificar la Convención constituiría una violación de esta además de una responsabilidad internacional por parte del Estado en el caso de que la citada violación afecte derechos y libertades protegidos. Por otra parte, y en el caso del cumplimiento por parte de agentes o funcionarios estatales de leyes contrarias a la Convención existiría igualmente responsabilidad internacional tanto para el Estado como para quienes a nombre del mismo ejecuten tales actos en el caso de que los mismos constituyan crímenes internacionales. Sobre el particular: Edgar Carpio Marcos.- “La cláusula de la pena de muerte en una opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos” (Violación de la Convención y responsabilidad internacional); en Apuntes de Derecho. Revista de Investigación Jurídica; Año I, N° 1; Lima 1996; Págs. 281 y ss.      
[17]    Ello no empero el fracasado intento de retiro de nuestro Estado de la Competencia Contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pues en tales circunstancias, tampoco se configuró una denuncia total o parcial de la Convención Americana de Derechos Humanos.
[18]    Como es bien sabido existen ciertas cláusulas constitucionales que aparecen como especialmente sobreprotegidas frente a la posibilidad de su reforma. A diferencia de otras normas constitucionales que pueden variar con acudir al procedimiento especial previsto por la norma fundamental, con las cláusulas pétreas existe un sentido de irreformabilidad, que permite predicar la inconstitucionalidad de aquellas reformas que las desconozcan. Sobre el tema: Luis Sáenz Dávalos.- “Los Límites Materiales de una Reforma Constitucional”; en El Jurista. Revista Peruana de Derecho; N° 5; Lima 1992; Págs. 80-84.    
[19]    Cfr. Otto Bachof.- Normas Constitucionais Inconstitucionais; Livraria Almendina; Coimbra 1994. Sobre el tema también puede verse: Luis Sáenz Dávalos.- Los Limites Materiales de una Reforma Constitucional”; El Jurista. Revista Peruana de Derecho; N° 5; Lima 1992; Págs. 89 y ss..- Edgar Carpio Marcos.- “Jurisdicción Constitucional y la inconstitucionalidad de las normas constitucionales”; en El Jurista. Revista Peruana de Derecho; N° 11-12; Lima 1995; Págs. 13 y ss..- Mijail Mendoza Escalante.- Los Principios Fundamentales del Derecho Constitucional Peruano; Gráfica Bellido S.R.L. Lima 2000; Págs. 211-215.
[20]    Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “El dilema de los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos en la nueva Constitución”; en Revista Jurídica; Organo Oficial del Colegio de Abogados de la Libertad; N° 134; Trujillo, Enero 1996-Julio 1999; Págs. 737 y ss.
[21]    Este riesgo interpretativo ya lo intuía hace algunos años y respecto de la Carta de 1979, el penalista José Hurtado Pozo.- “Pena de Muerte y Política...”; en la Obra Colectiva La Nueva Constitución y el Derecho Penal; Págs. 130-132. Con mayor razón y como veremos inmediatamante, las palabras advertidas resultaron casí proféticas.
[22]    Sobre el procesamiento y juzgamiento militar por delito de traición a la patria en caso de guerra exterior, bajo el marco de la Constitución de 1979 y el entonces vigente Código de Justicia Militar (Decreto Ley N° 23214) puede verse: Luis Sáenz Dávalos.- “Jurisdicción Común Vs. Jurisdicción Militar” (Reflexiones sobre la controversia funcional); en Lecturas sobre Temas Constitucionales; N° 5, CAJ; Lima 1990; Págs. 56-57.
[23]    Sobre la doctrina de la razonabilidad se puede consultar de preferencia: Juan Francisco Linares.- Razonabilidad de las Leyes (El Debido Proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina); 2° Edición; Ed. Astrea; Buenos Aires 1970.- Enrique Alonso García.- La Interpretación de la Constitución; CEC; Madrid 1984; Págs. 203 y ss.- Angel Carrasco Perera.- “El Juicio de Razonabilidad en la Justicia Constitucional”; en Revista Española de Derecho Constitucional; N° 11; Mayo-Agosto de 1984; CEC; Madrid; Págs. 39-106.- Segundo Linares Quintana.- Tratado de Interpretación Constitucional (Principios. Métodos y enfoques para la aplicación de las Constituciones), Abeledo Perrot, Buenos Aires 1998, Págs. 559-578. Por otra parte, el principio de la razonabilidad, explícitamente reconocido en la última parte del Artículo 200° de nuestra vigente Constitución, también puede predicarse respecto de la tarea legiferante, como se deduce de su Artículo 118° inciso 8), ya que este obliga explícitamente a no transgredir ni desnaturalizar las leyes. Por lo demás, similar criterio puede predicarse respecto de las leyes con relación a la Constitución misma.
[24]    Cfr. Juan Felipe Higuera Guimera.- La previsión constitucional de la pena de muerte (Comentario al art. 15, segundo inciso de la Constitución Española de 1978); Bosch, Casa Editorial; Barcelona 1980; Págs. 50 y ss.
[25]    Dicha interpretación era más plausible con el Artículo 235° contenido en la Constitución de 1979.
[26]    En realidad el Código se presta a ciertas confusiones., fundamentalmente por  falta de precisión conceptual. No sólo no se define lo que es una guerra exterior y por correlato, lo que sería una guerra  interior, sino que tampoco se dice nada acerca del llamado “conflicto armado internacional” que, en apariencia (y si nos atenemos a su simple nomenclatura) pareciera ser lo mismo que la guerra exterior. En todo caso, podría especularse que mientras  la guerra (por lo menos exterior) estaría asociada a la presencia de Estados  considerados estríctamente como tales, el llamado conflicto armado internacional involucraría grupos humanos, no precisamente reconocidos como Estados. Similar criterio, podría darse, también para el supuesto de las guerras internas que podrían involucrar diversas variantes (colectivos autónomos, grupos no reconocidos, etc.)  
[27]    Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “Jurisdicción Común Vs. Jurisdicción...”; en Lecturas sobre Temas Constitucionales; N° 5; CAJ; Lima 1990; Pág. 57.
[28]    Y particularmente pertenece al derecho penal privativo donde el juzgamiento no puede pasar por alto el principio de legalidad y tipicidad que nuestra Constitución, aún vigente, reconoce en el inciso 20-d de su Artículo 2° y según el cual “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no este previamente calificado en la ley de manera expresa e inequívoca como infracción punible ni sancionado con pena no prevista en la ley”. Basta con leer el Artículo III perteneciente al Título Preliminar del Código de Justicia Militar Policial para corroborarlo. Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “Jurisdicción...”; en Lecturas sobre Temas Constitucionales; N° 5; Lima 1990; Pág 57 (not. 4).
[29]    Ejemplos gráficos lo podrían constituir la idea de aplicar la pena de muerte respecto de quienes sean declarados traidores a la patria durante la secuela de un enfrentamiento carente de gravedad, o la idea de aplicar similar sanción, sobre quienes habiendo atravesado por un periodo de guerra, no hayan cometido sino delitos o infracciones de poca relevancia.
[30]    Recuérdese la demanda  de inconstitucionalidad promovida ante el Tribunal Constitucional contra el paquete de legislación antiterrorista y la Sentencia recaida en dicha causa  (Exp. N° 010-2002-AI/TC) en la que precisamente se examino los excesos  legislativos en la manera de concebir tipos penales como los concernientes con la traición a la patria y el propio delito de terrorismo. Sobre el tema el interesante trabajo del profesor Christian Donayre Montesinos.- Tribunales Militares y Constitución en el Perú. Apuntes sobre una reforma pendiente; Jurista Editores; Lima 2006; Págs. 138 y ss.
[31]    No en vano hay quienes estiman que cuando una Constitución reconoce el derecho a la vida a la par que  incorpora la pena de muerte, en el fondo instaura un derecho de matar por parte del Estado. Cfr. Narciso Martínez Moran.- “El derecho a la vida en la Constitución Española de 1978 y en Derecho Comparado: Aborto, pena de muerte, eutanasia y eugenesia”; en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense; págs. 178-179.
[32]    Sobre la sanción capital como fórmula represiva del delito de violación nos hemos pronunciado en un reciente trabajo: Cfr. Luis Sáenz Dávalos.- “Pena de Muerte: Mucho ruido, poca reflexión” en Normas Legales. Análisis Jurídico; Septiembre del 2006; Tomo 364; Págs. 185 y ss.