jueves, 20 de septiembre de 2012
EL JUEZ DISTRIBUIDOR DE LA JUSTICIA VERSUS EL JUEZ DADOR DE PAZ....
Por JORGE W.PEYRANO
Justicia, tú eres mi patria
Piero Calamandrei
En los tiempos que corren, se advierte –en forma nítida- el alineamiento de los magistrados civiles argentinos en dos sectores muy diferentes y hasta diríamos que contrapuestos. Arbitrariamente, por lo que el lector está francamente autorizado a modificar la terminología propuesta, los denominamos con las identificaciones del epígrafe. Tal divisoria de aguas no es la resultante de un detenido análisis científico o la consecuencia de una afortunada serendipia. Es que basta con la mera lectura de las decisiones de todos los días de plurales tribunales diseminados a lo largo y ancho de nuestro país, para llegar a la conclusión anticipada.
Mientras algunos jueces se encuentran hondamente preocupados por distribuir el pan de la justicia de la mejor manera que se pueda, otros se conforman con solucionar el conflicto y otorgar la correspondiente paz social, con lo que se tiene, como fuere, y sin mayores miramientos. El dura lex sed lex, suele, frecuentemente, ser invocado -expresa o tácitamente- por los últimos. Éstos , además, acostumbran comulgar, a veces sin mayor conciencia de ello, con la llamada –y denostada por Pound- teoría deportiva de la justicia. Sobre el particular, enseña Cappelletti: “Son demasiados conocidos, por otra parte, también los arbitrios, los abusos y las flagrantes injusticias que por siglos se han ido cometiendo en nombre de una absoluta neutralidad y apartamiento del juez y de una igualdad puramente formal. La teoría de la prueba legal fue un antiguo ejemplo de ello. La teoría deportiva del Derecho Procesal es un ejemplo moderno de lo mismo…Es conocida la incisiva denuncia de Roscoe Pound del procedimiento civil americano por haber degenerado en una teoría deportiva de la justicia, en la que el juez desempeña el papel de un mero árbitro que asegura que se observen las reglas del juego” (1). Especialmente, es en materia de derecho probatorio donde la divisoria de aguas se percibe con claridad, puesto que axiológicamente resulta superior resolver sobre la base de la prueba producida en vez de recurrir a las reglas de distribución de la carga de la prueba para dirimir el litigio. Subrayamos que desde siempre el sibi non liquere –que regía antiguamente como norma de clausura del proceso civil- no ha gozado de buen cartel, dicho esto en el sentido que se ha considerado (y se considera, también hoy, respecto de la regla de la carga de la prueba que es la actual norma de clausura), más valioso resolver la causa en función de la prueba producida que refugiarse en la invocación de dicha facultad que poseía el magistrado romano (2). Tanto es así que aun en los días que corren hay que insistir en que la “resolución judicial dictada sobre la base extrema del sistema (ninguna de las hipótesis fácticas aseveradas ha logrado el aval de elementos de juicio suficientes para ser considerada probada)es una decisión que goza de la misma jerarquía que la que cuenta la adoptada sobre el funcionamiento de las bases de uso más corriente. Dicha decisión “extrema” es de índole sustitutiva puesto que la regla de la carga de la prueba reemplaza a la ponderación de las pruebas en el momento de resolver, pero ello, insistimos, no importa demérito alguno” (3). Sin embargo, destacamos que en la actualidad el concepto de prueba civil ha alcanzado un nivel empinado en la escala axiológica procesal. Se habla, con razón, acerca de que “la prueba es el alma del proceso”; reconociéndose que existe un “derecho a probar” completado por un derecho a una debida y explicitada valoración de la prueba producida”.
Más aún: hoy resulta válido pergeñar nuevas definiciones del proceso civil, ahora desde la perspectiva probatoria. Así, considerarlo como una espacio democrático de reconstrucción de lo pretérito. Existe un renovado interés –adoptando ideas firmemente defendidas por Taruffo (4)- por favorecer que la solución del litigio sea justa y para que así ocurra es menester resolver valorando adecuadamente los elementos de convicción allegados a la causa, intentándose eludir, en la medida de lo posible, soluciones in extremis (cual sería, v.gr.,la aplicación de la regla de la carga de la prueba) que se apartan de la búsqueda de la verdad (5). Repetimos: en los tiempos que corren no es bienvenida la idea de que el órgano jurisdiccional es un mero solucionador de conflictos, como fuere y con renuncia a desentrañar la realidad de los hechos (6). Posiblemente, el prestigio alcanzado por el concepto de tutela judicial efectiva haya conspirado grandemente en tal sentido (7).
Obviamente, la tarea del juez distribuidor de justicia es más ardua y comprometida puesto que requiere, vgr., despachar pruebas oficiosas cuando correspondiere, que no es siempre (8) y generar nuevas herramientas procesales aptas para solucionar adecuadamente el caso. Sobre esto último, ya hemos consignado (9) que los poderes de los jueces para generar nuevas herramientas procesales constituyen una derivación de sus facultades judiciales implícitas (10). Su ejercicio se encuentra legitimado frente al silencio, la mora o la insuficiencia de la labor legislativa. Cierto es que , a veces, la figura de la inconstitucionalidad por omisión (11) puede salvar situaciones. Cierto es, también que lo deseable sería que fuera el legislador quien concibiera los formatos procedimentales de las instituciones de fondo (12). Pero como no siempre la inconstitucionalidad por omisión puede funcionar y que como casi siempre, la tarea legislativa padece de notorio atraso y de deficiencias, acertado sería que se admitiera, sin tapujos, lo que la realidad indica: que los magistrados pueden y deben, llegado el caso, fraguar los moldes procedimentales necesarios para preservar los derechos prometidos –sólo prometidos- por los textos de la Constitución Nacional, del Código Civil y del Código de Comercio. Así es que jueces verdaderamente comprometidos con el deseo de dar a cada uno lo suyo diseñan los llamados “instrumentos operativos procesales” (que también elabora la doctrina autoral) que contribuyen a proporcionar argumentación allí donde no se encuentran respuestas adecuadas en los textos legales(13).
Y cuándo un juez experimenta una falta de conformidad con lo que “se tiene”? Pues, siguiendo con los ejemplos aportados, cuando la prueba producida resulta contradictoria o ambigua lo que justifica el despacho de pruebas oficiosas tendientes a disipar el estado de duda (14), y en ocasión de que el discurso jurídico (que habitualmente es de índole inductivo-deductivo )arroja resultados insatisfactorios, siendo así menester que el magistrado del caso se aparte de él efectuando una creación pretoriana razonable, de la que existen tantas muestras en el Derecho Procesal Civil actual argentino (15). Apunta ,Rodríguez Mourullo lo que sigue: “Por otra parte, ante leyes portadoras de elementos irracionales los tribunales en casos límite, interrumpen la deducción lógico-formal que se deriva de la disposición legal mediante consideraciones históricas, sistemáticas o teleológicas, a través de las cuales tratan de contrarrestar los efectos insatisfactorios de aquellos elementos alógicos” (16).
Las ideas de Perelman (17) y de Zagrebelsky (18), entre otros, inspiran y orientan la labor de los jueces civiles nativos que tienen plena conciencia de que, “decir el Derecho” es mucho más que simplemente elegir entre las argumentaciones vertidas por los litigantes, atenerse fatalmente a las resultas de la prueba producida por más que sean equívocas y asumir el triste papel de fantoches carentes de toda iniciativa. Una legión de magistrados argentinos está convencida de que no cumplirán con su deber funcional si se circunscriben a solucionar los conflictos que los convocan, como fuere y cualquiera sea la dosis de justicia que se obtuviera.
J.W.P.
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